‘Frankenstein’ de Guillermo del Toro: un monstruo hecho de amor, duelo y redención
El Festival de Cine de Venecia se rindió ante uno de los estrenos más esperados del año: Frankenstein, la visión personalísima de Guillermo del Toro sobre la obra de Mary Shelley. Pero más que un relato de horror gótico, esta película se erige como un drama íntimo sobre la paternidad, el duelo y la necesidad de reconciliación emocional.
Aquí, Del Toro ofrece una versión sombría y carnal. El joven Víctor Frankenstein —interpretado con sensibilidad por Christian Convery— crece marcado por la muerte de su madre, un hecho que el propio filme presenta como homenaje: Víctor ama a su madre con una devoción tal que su ausencia se vuelve el motor de su obsesión por derrotar a la muerte.
La obsesión de Víctor Frankenstein

Años después, convertido en científico, Oscar Isaac da vida a un Víctor adulto dominado por la arrogancia y la desesperación. Su gran experimento no es, como suele contarse, un simple desafío a la naturaleza; es un intento desesperado por reemplazar lo perdido, por reanimar un amor que ya no está.
El resultado de esa obsesión es la criatura encarnada por Jacob Elordi, cuya presencia desarma cualquier expectativa: no produce miedo, sino compasión, ternura y una tristeza latente. El monstruo es, en realidad, un hijo no deseado, un espejo de los vacíos afectivos de su creador.
En palabras del propio Del Toro durante la rueda de prensa en Venecia: “Cuando pensé esta película, pensé en el abismo entre padres e hijos. Es una historia de amor y de fracaso. No podía haberla hecho hace 20 o 30 años, porque ahora realmente entiendo lo que significa ser padre”, dijo.
Un vínculo imposible entre padre e hijo

El cineasta mexicano profundiza así en un círculo vicioso: Víctor Frankenstein fue un hijo roto por la falta de afecto paterno, y al convertirse en creador, repite el mismo patrón.
La criatura, por su parte, aprende lo que significa amar a través de la ausencia, del rechazo, y finalmente de un anhelo que no se expresa con palabras, sino con miradas y gestos silenciosos. Este vínculo padre-hijo, en el fondo imposible, se convierte en el corazón emocional de la película.

Del Toro ha rodeado esta historia de un reparto sólido que refuerza la atmósfera barroca y melancólica que caracteriza su cine. Mia Goth como Elizabeth Lavenza aporta luz y ternura al mundo sombrío de Víctor, mientras Christoph Waltz encarna al doctor Pretorius, motor siniestro de las obsesiones científicas del protagonista.
Felix Kammerer como Williams, Lars Mikkelsen como el capitán Anderson, David Bradley como el ciego que humaniza al monstruo, y Ralph Ineson como el profesor Kempre completan un elenco coral sin fisuras, donde cada interpretación parece cincelada para encajar en la visión artesanal del director.
Un Frankenstein artesanal y tangible

Visualmente, Frankenstein es una joya. Guillermo Del Toro opta por un maquillaje real y meticuloso por encima del CGI, logrando que la criatura evolucione ante nuestros ojos: se ve cómo crece su cabello, cómo la piel cambia y se degrada, como si cada plano respirara vida propia.
La textura física y palpable de cada escenario, de cada objeto, recuerda que el cine todavía puede ser un trabajo de manos y no solo de algoritmos. Lo más impactante de Frankenstein no es su despliegue técnico, sino la pregunta que atraviesa toda la historia: ¿quién es el verdadero monstruo? ¿La criatura creada en un laboratorio o el hombre incapaz de amar?
Del Toro no ofrece una respuesta explícita, pero sugiere que el auténtico horror no reside en los experimentos con cadáveres, sino en la soledad emocional de los vivos. Al igual que en otra de las películas de Guillermo, Pinocho, donde el amor paterno se mostraba como un acto de sacrificio y esperanza, aquí la paternidad se revela como un terreno frágil, lleno de errores heredados y ausencias que marcan para siempre.
Oscar Isaac, visiblemente emocionado en Venecia, explicó que este papel fue escrito para él: “Guillermo me dijo: ‘Estoy creando este personaje para ti’. Para mí, esta película es sentarse a la mesa con nuestros padres, aprender de ellos, aunque lleguemos tarde”, expresó.
Una elegía oscura y conmovedora

Con una narrativa que combina poesía visual, emoción contenida y la crudeza de un mito reinventado, Frankenstein no es solo un film sobre ciencia, ni un relato de terror gótico. Es una elegía sobre el amor perdido, sobre la arrogancia de quienes creen que la vida se domina con poder y no con afecto, y sobre la esperanza de que incluso entre cadáveres reanimados y corazones rotos, todavía pueda brotar la ternura.
Del Toro ha construido un poema oscuro y hermoso, donde el monstruo late con humanidad y el creador se hunde en su propia soledad. Igual que en Pinocho, nos recuerda que incluso lo que nace de la muerte puede latir con amor.
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